El Chorrillo de noviembre de 2003, publicaba en su Ventana Abierta el testimonio de Rosario Granado que nos contaba su visita a Palestina. 20 años han pasado desde entonces...
Llegamos al aeropuerto de Tel Aviv a medio día. Éramos catorce andaluces que, invitados por organizaciones israelíes y palestinas, nos disponíamos a visitar la zona. Pero el personal del aeropuerto, jóvenes judíos militarizados, nos apartan a un lado, nos retiran los pasaportes y, después de varias horas de interrogatorios y de espera sin explicaciones en un aeropuerto totalmente vacío, nos comunican que por orden del Ministerio del Interior tenemos la entrada denegada. Después de un registro exhaustivo, nos vemos las ocho mujeres del grupo encerradas con llave en un calabozo; por las voces de protesta supimos que los hombres estaban en otra celda cerca de la nuestra.
Nos despertamos con la visita del cónsul, la ministra de
exterior y otra persona representante de Iberia. Cuando todo estaba preparado
para la vuelta a Barcelona, a las doce y cinco minutos, suena un móvil: “¡Lo
logramos! ¡Podemos entrar!”. Habíamos ganado el recurso. Supimos entonces, ya
fuera del aeropuerto, 24 horas después de la llegada, que era la primera vez
que el fiscal revocaba una orden así, y que en el año anterior habían sido
expulsados del aeropuerto dos mil personas, todas ellas de organizaciones de
derechos humanos y de ayuda humanitaria al pueblo palestino.
Empezamos nuestra visita un día más tarde. Nos dirigimos a
Haifa y allí nos alojamos en una Residencia de monjas, que en otro tiempo
albergaba a los numerosos turistas y peregrinos que visitaban Tierra Santa.
Ahora está vacía. Las monjas, cariñosas y amables, enteradas desde el primer
momento de la causa de nuestro retraso, nos hacen saber su preocupación: “Toda
la noche rezando por vosotros”.
Y salimos a ver Haifa, (en una ladera del Monte Carmelo). En
el año 1948, cuando se creó el estado de Israel, 72.000 palestinos fueron
expulsados de su ciudad, obligados a dejarlo todo, sus casas, sus tierras, sus
negocios, pasaron a ser refugiados. Por uno de sus barrios, desalojado desde
entonces, estuvimos paseando: grandes casas y hermosos miradores frente al mar,
todo en estado ruinoso. Como el resto de la ciudad, pronto será restaurado y
ocupado por familias judías, venidas quizás de Rusia o de Argentina.
Al día siguiente dejamos el mar y nos adentramos en la
sierra. Hermoso paisaje mediterráneo. Un mapa de la zona realizado en el año
1947, con el mandato británico, recoge cerca de trescientas cincuenta aldeas de
campesinos. Un nuevo mapa realizado en el año 48 por el recién creado Estado de
Israel, ya no recoge ninguno de estos pueblecitos, porque ya no existen. Los
israelíes los han reducido a cenizas, en muchos casos con horribles matanzas de
sus pobladores. Si las grandes ciudades se reestructuran, las aldeas se
destruyen; si los habitantes de las grandes ciudades son expulsados, los
campesinos son asesinados. Hoy, algunos de ellos que sobrevivieron, viven en
aldeas “no reconocidas”. Para el estado de Israel no existen. No tiene ningún
servicio, ni carretera de acceso, ni luz, ni agua, ni escuela, ni nada. En una
de ellas estuvimos hablando con su alcalde, quien nos contaba su lucha para
sobrevivir en estas circunstancias.
Y en los días siguientes visitamos Nazaret, Tel Aviv,
Jerusalén, Ramala…, nos entrevistamos con dirigentes palestinos e israelíes, de
sindicatos, de partidos políticos, de organizaciones representativas educativas
y culturales, de asociaciones feministas, de intelectuales,… con el
representante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas, todos coinciden en
resaltar los sufrimientos sin límites del pueblo palestino, en denunciar el
régimen de apartheid del estado de Israel, con leyes distintas para
judíos y palestinos, y con las cárceles y campos de prisioneros, llenos de
miles de jóvenes sin acusación ninguna.
Y salimos de Israel y entramos en Gaza. (No nos dejaron
entrar en Yenín ni en Belén). Aquí visitamos a Said, quien, sobre los escombros
de su casa, nos contaba cómo el año pasado había llegado el ejército y le
habían arrancado todos los olivos y los árboles frutales que tenía plantados, y
cómo este año, habiendo recogido ya su plantación de fresas, les habían
destruido la vivienda. Y vimos las huellas de los tanques por todos lados, en
los invernaderos destruidos, en los semáforos y farolas aplastados en el suelo,
y vimos los buldozers, enormes máquinas excavadoras, hacer su trabajo: destruir
las viviendas de las familias palestinas.
En los últimos días, después de estar en los campos de
refugiados de Rafat (frontera con Egipto) y de Kan Yunis, volvíamos a Tell Aviv
para coger el avión de vuelta a Barcelona. Ocho días de actividad intensa, de la
que nunca podremos olvidar las imágenes de tanta destrucción, fruto de un ejército
deshumanizado solo comparable a los nazis, pero de la que nos traíamos también
el recuerdo de un pueblo lleno de valores, hospitalario, abierto, culto,
apegado a su tierra y dispuesto a defenderla, con más ganas que nadie de vivir
en paz, y con la esperanza puesta en que algún día los ataques desaparezcan de
sus calles para no volver más, y los niños puedan ir al colegio, las madres
puedan hacer las compras, los trabajadores puedan ir a trabajar, y todos puedan
pasearse libremente por sus calles, sin puestos de control, sin toques de queda
y sin miedo de que un disparo acabe con sus vidas.
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